Me moriré de frío entre las alas, de un hachazo en el nombre, me moriré delante de mis dos apellidos, del árbol euskaldún que hizo mis brazos.
Me moriré de sol para gaviotas, de lunas sin balcones a mis ojos, me moriré sin ojos donde poner el cielo.
Me moriré de un mar irrespirable, de un espanto más grande que la nada, me moriré de sangre declinada sin mí, conjugada en futuros sin presente.
Me moriré de sed junto a mis sueños, de hambre en verso y en prosa, de hambre vida, me moriré de vida, moriré de la vida de la muerte.
Me moriré de tanta muerte mía que abriré el corazón para que entre sólo la soledad por mi agonía.
Moriré varias veces. Y a la tarde leerán unos versos de ciprés amarillo sepultándome. Dirán que fui poeta, solamente poeta nada menos.
No lloraréis por mí. Lloraréis del miedo a vuestra propia muerte, que vendrá hasta la mía vuestra muerte.
Asistiré a mi muerte, y os contaré los días y las noches que me pasé llorando, o cantando, o llorando, o de nuevo llorando.
Acudiré a mi entierro desde lejos, cavaré la medida de mi polvo y extenderé mis huesos sin raíces, me comeré mis heces y mi nada pensando que ya es algo ser la nada.
Iré a mi funeral vestido con el luto de la tierra, tocaré las campanas en silencio, volveré hasta mi casa y haré en mi colección de campanillas la oración del poeta enamorado.
Unos pocos amigos verdaderos besarán mis pecados de amistad verdadera. Las sangres de mi sangre harán una familia de heridas visitadas.
Tan sólo llorará una mujer toda su alma, me buscará el azul por todas partes, me dirá mariposas, y yo le escribiré sonetos para no morir y una luz imborrable de palomas donde voy a salvarme de la muerte, donde van a salvarme las alas de mi nombre y el río enamorado de sus besos.
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