Yo omití el nombre de la beldad florentina cuando referí el cuento de su perfidia a uno de los donceles del Decamerón. La mujer me había permitido, con tal reserva, celebrar su muestra de ingenio y yo pude contribuir un asunto a la retórica magistral de Boccaccio. Me proponía divulgar el desengaño de un galán presuntuoso.
El cuento se difundió velozmente y encontró auditorios alegres y despertó esclarecimientos malignos. De donde nació el rencor del escarnecido y su aspereza con mi reputación.
Se acercó a desafiarme en mi propia casa, al cerrar la noche, y fue ahuyentado por el ademán fiero de un autómata apostado en la escalera de entrada y destinado al oficio de pandorga en una fiesta campesina.
Esta ocurrencia me dejó libre y yo me vi en el caso de trasmitirla a los fanfarrones y pedantes de la Comedia del Arte. El generoso Boccaccio se había arrepentido de su hilaridad.
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